Capítulo 6 «Una casa se empieza por el tejado»

A las tres de la tarde suena el timbre y doy un respingo. Llevo rato pensando que no tardaría en llegar. No sé porqué siempre me pongo nerviosa cuando tengo que tratar con alguien desconocido. Y este tipo además es con quién voy a pasar toda la tarde en 40 m2.
Respiro profundamente y bajo las escaleras a toda prisa, no hay portero electrónico. Sí ya sé que no estamos en un país subdesarrollado. Todo llegará, ¡dadme tiempo! Siento nerviosismo en mi interior y algo de alegría. Algo de él me gusta y otro algo me da rabia. Si logramos llevarnos medianamente bien, quizás resulte agradable no estar sola en un piso vacío en el que resuenan con eco hasta mis pensamientos.

Llego a la puerta y él está de espaldas. ¿Cómo estará después de lo de ayer? ¿Molesto, cabreado? Me pongo en actitud defensiva hasta que oye el ruido de la cerradura al abrir y se gira, me mira y me sonríe. ¡Uff, menos mal! Pensaba que la había cagado. No ayer respondiéndole mal, se lo merecía, sino al contratarlo. Si un tío no es capaz de aceptar que se ha equivocado y que le pegas el toque, mejor sal corriendo.
Entra con seguridad y calma. A él no parece que le importe lo que yo pueda pensar de él.

-Menuda calor que hace hoy, ¿no? Como no me dejas venir con camiseta de tirantes por lo de la coca cola… –me dice con sorna, ¡vaya, me la tenía guardada!

-¡ja ja y ja, qué risa! –Expreso con fastidio- Bueno, ¿qué? ¿Subimos?

-¡Por supuesto! He venido a trabajar, no a posar. Y ¿tú?

-Yo los edredones, ya los he vendido esta mañana –respondo haciéndole una mueca.

-Entonces, ¡manos a la obra!

Subimos al piso y cada uno se pone a trabajar por su lado. Empiezo a destapar un gran bote de pintura blanca. Nunca encuentro el destornillador para hacer palanca. ¿Dónde lo dejé la última vez? Miro a todos lados sin ver nada más que papeles, pinceles, cajas de cartón con diferentes pinturas. Las placas de yeso apoyadas en una de las paredes del recibidor…

-Veo que es verdad que ibas a subirme las placas de yeso –me interrumpe en mis pensamientos.

-¿Acaso lo dudabas?

-Para nada. Empiezo a comprender que eres una mujer polifacética.

-Claro, no como los hombres que sólo pueden hacer una cosa a la vez.

-Sí, pero bien.

-¿Estás insinuando que lo hacemos mal?

-A mí me decían que quien mucho abarca, poco aprieta.

-¿Y qué tendrá que ver eso?

-No sé, pero de algún modo tendré que salir del atolladero, ¿no?

-riiiiinnnnggggg –es el timbre de la puerta.

Nos miramos extrañados.

Abro la puerta. Es la vecina de 70 años del piso contiguo.

-Nena, ¿podrías ayudarme a cambiar la cuerda del tendedero? No logro desatornillar el tornillo para aflojar el gancho…

Laurent saca la cabeza por encima de mi hombro.

-Tranquila, señora, ya le ayudo yo. Déjeme que busque un destornillador y vamos.
Las dos lo seguimos con la mirada mientras busca en una bolsa de cuero roñoso de color gris que tiene en el suelo.

La viejecilla me sonríe. No sé qué se imagina. Me da escalofríos pensar si esta imagen se convierte en chisme en la escalera, pero esta mujer no va de este palo. La del primero cuarta, sí. No conozco a nadie con más ganas de hablar de la vida ajena. Es conocida en todo el barrio. Cuando me hace preguntas personales sigo aquel dicho de “A quien pregunta, mentiras con él”.

-¡Listo! Éste servirá –dice mostrando un destornillador de cabeza plana y mango de plástico amarillo transparente.

Laurent se mete en su casa como si fuera la suya propia. La viejecilla me cede el paso.

-Pasa, pasa tú también. Es al fondo, en el balcón del comedor.

Cierro la puerto de un portazo y ¡OHHHHH, horror!!!
Acabo de hacer la tontería del siglo.
La mujer me mira intuyéndolo.

-Te has dejado las llaves dentro.

-Sí –respondo con desesperación.

Laurent vuelve a asomarse al rellano.

-¿En serio? –dice con tono victorioso.

-Sí, ¿qué pasa? Ahora me dirás que a ti nunca te sale nada mal –estoy tremendamente avergonzada pero sobre todo irritada con este molesto sabelotodo. No soy una despistada pero ya os he dicho que en situaciones sociales como la de ahora, se me va la pinza y no pienso, actúo por impulsos. Lo que me hace quedar como una tonta. Por eso cada vez me cuesta más interactuar.

-No pasa nada. Primero la cuerda y el tornillo, luego la puerta –señala con tranquilidad, Laurent.

No sé qué piensa hacer pero a mí se me ocurre una cosa.

-Puedo pasar de balcón a balcón. Lo hemos dejado abierto y los dos balcones comunican, sólo están separados por una reja a media altura.

-¡Ya! Pero tienes que pasar tu cuerpo por encima de ella y estamos en un tercero. Soy cerrajero, si no has dejado la llave puesta en la cerradura por dentro, será rápido.

Arrugo la frente como respuesta.

-¡Vale, entendido! No pasa nada, tardaremos más pero puedo abrirla.

-Mi idea es más rápida.

-Y más peligrosa.

-¡Tú cambia la cuerda! Señora, no tendrá una silla para que pueda subirme en ella y que me sea más fácil pasar.

-Sí, nena, pero haz caso al chico. A ver si te va a dar un vahído cuando mires hacia abajo.

-¡Me encanta la confianza! –digo quejándome.

Nadie se atreve a abrir la boca. La señora me señala un taburete de madera de color azul. No tiene mucha base pero tengo que intentarlo. A la desesperada, funciono bien. Me he dejado las llaves dentro. He sido yo, y lo resolveré yo.

Pongo el taburete al lado de la reja de separación.

Me mentalizo en que no miraré hacia abajo pero es imposible. Cuando me subo en él e intento pasar un pié. Lo que hay frente a mi vista son los coches aparcados a unos muchos metros de distancia. Hay una gran furgoneta blanca. Si cayera encima, le abollaría el techo. Lo pienso y me entra tembleque.

Alguien me coge del cinturón de los jeans.

-¡Venga! Ya que vas a hacerlo, te ayudaré –dice Laurent.
Me coge con fuerza, lo que me da seguridad. Paso un pie y medio colgando pero ya en el suelo del otro balcón, acabo de pasar el otro.

Sonrío con satisfacción. Laurent también me sonríe.

-¡Ay qué miedo he pasado! –exclama la señora.

-No ha sido nada. La hubiéramos tenido colgando del cinturón pero no se va abajo por mis narices. Es un peso pluma, la chiquilla –fanfarronea Laurent.

-¡Jijiji! –ríe coqueta la señora.

-Mejor me meto dentro para no vomitar.

-¿Qué ha dicho? ¿que se ha mareado? No me extraña. ¡Ay Dios mío! Suerte que la tenías agarrada ¿eh?

Laurent me mira triunfante y a la vez cómplice.
Como siempre un idiota seductor que me revuelve las tripas.
¡Los tíos como él, son un verdadero asco!

Y mañana vuelvo a tenerlo de compañía. ¡Qué agonía!

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