

Me desperté con el sonido rítmico del tren pasando por el cambio de agujas. A los pocos segundos, llegó a la estación e hizo sonar su pitido característico. Era sorprendente lo familiar que ya me resultaban todos aquellos «ruidos». El rugir del mar en invierno que se convertía en plena suavidad con las buenas temperaturas; el grito de las gaviotas por las mañanas y por supuesto el tren, cuyas vías pasaban justo por detrás de mi caseta de madera, dónde vivía con mi padre…
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Cuando nos trasladamos a la playa no conocía a nadie. Se me pasó por la cabeza que quizás podría hacer amistad con alguien de mi edad con quien encajara pero me daba miedo, siendo tan tímida como era, el ser el centro de las burlas de los jóvenes de allí, igual que me había pasado en mi primer curso de instituto.
¡Gracias a Dios que no volvería! Cuando en un sitio tomas un rol, es muy difícil cambiarlo. Ahora estaba matriculada en un instituto más cercano al lugar donde viviría. De todas formas, el poder ver el mar todos los días desde que despertara por la mañana hasta que me fuera a dormir, me resultaba ya de por sí, atrayente.
Mi padre aparcó su coche en un descampado de tierra amarilla, en una zona libre que había bajo una especie de cubierta muy rudimentaria hecha de uralita y barras cuadradas de hierro.
-Cariño, hemos llegado –dijo saliendo del coche.
Yo también salí aunque lo hice dubitativa y a la expectativa, de forma muy diferente a la de mi padre que parecía excitado y alegre.
-Te va a encantar, cielo. Es un sitio precioso y hay un grupo muy majo de chicos de tu edad. Es una urbanización muy familiar. ¡Anda, vamos! Tengo muchas ganas de enseñarte nuestro nuevo hogar.
Crucemos las vías del tren mirando a uno y otro lado. En frente, un caminito de tierra del mismo color que la del aparcamiento con ambos lados cubiertos de vegetación alta, nos acompañó hasta la entrada de la urbanización. «Baños las delicias» rezaba un cartel situado en el centro de un arco hecho de obra por encima de nuestras cabezas. Acabábamos de pasar el umbral a un mundo mágico, pero yo aún lo desconocía.
Un restaurante con las paredes acristaladas fue lo primero que pude ver y a dónde nos dirigimos para que nos dieran las llaves de nuestra futura casa. El suelo de cemento fino y lustroso, no era distintivo de gran riqueza pero lo que se podía observar desde todas sus ventanas, sí lo era. El mar en todo su esplendor, con ese azul maravilloso que podía cambiar a verdoso según fuera la profundidad de la zona. Sentí que iba a ser la persona más feliz del mundo. Empezaba a contagiarme de la emoción de mi padre. Podría bañarme todas las veces que quisiera y disfrutar del sol como nunca.
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