

La barca iba a toda pastilla, saltando las olas que mi padre tomaba hábilmente por la proa. No quería imaginarme lo que podría resultar de recibir una ola con esa fuerza de babor a estribor. Posiblemente eso era lo que les había sucedido a los tripulantes del barco pesquero. No era difícil que te sorprendiera algo así en plena tormenta debido a una mala maniobra. El mar era peligroso y de tanto en tanto se tomaba sus víctimas. Me preguntaba si envidioso de la tierra estaba formando su propia ciudad de almas humanas y aún no se había enterado de que las personas no teníamos branquias. Posiblemente él lo intentaba una y otra vez, frustrado por que sus habitantes potenciales quedaran inertes. Quizás esperaba el día que uno sobreviviera y se quedara viviendo allí eternamente.
Las gotas de lluvia se nos clavaban en la cara como si fueran agujas, debido a la velocidad de la lancha motora. Jordi con su pelo ensortijado estaba en frente de mí, pero no me miraba, tenía fijada su vista en la tenue luz que cada vez estaba más cerca.
En cambio Jose, sí se giró a mirarme. Estaba colocado justo detrás de mi padre y a mi izquierda. No podía hablarme porque entre el ruido furioso del mar y el del motor de la barca, no le hubiera oído pero en su lugar me dio unas palmaditas en la mano para tranquilizarme. Imaginé que tenía cara de asustada y es que de verdad, lo estaba. Sentía como el miedo me retorcía las tripas y eché de menos el esparadrapo de mi abuela, si es que de verdad aquello servía de algo.
A los pocos minutos, mi padre empezó a aminorar la marcha. Había que agarrarse bien porque el mar nos vapuleaba haciéndonos saltar como si montáramos a caballo en plena competición de equitación. Tenía miedo de que al caer de uno de aquellos saltos, la barca ya no se encontrara bajo mis pies. No podía ver nada. La negrura de la noche, la lluvia y el intento de mantenerme en la embarcación no me dejaba tiempo para nada más. Sólo sé que Jordi se acercó hacia el borde de la lancha, igual que Jose. Mientras mi padre mantenía el timón para coger las olas de frente. Entonces, vi aparecer una mano que se agarró al borde. Entre Jose y Jordi, con gran dificultad, tiraron de ella y del chaleco salvavidas, hasta que un hombre de mediana edad logró subir. Estaba exhausto al igual que los otros dos hombres que subieron después del mismo modo. Un chico joven de unos veinte años y el otro sobre la treintena.
En cuanto estuvieron a salvo. Mi padre tuvo que hacer la maniobra más complicada hasta aquel momento que era la de girar para volver sobre nuestros pasos. Después de aguantar todos la respiración y pasar nervios hasta el punto que el corazón palpitaba tan fuerte que estuvo a punto de salírsenos por la boca. Ya en la playa, la guardia civil se hizo cargo de los tres hombres que se llevaron en ambulancia y nos dieron las gracias por nuestra locura. Eso tampoco se les olvidó mencionarlo: “que habíamos cometido una locura” pero mi padre sonrió y más ancho que largo, después de darles una palmaditas en el hombro a Jose y a Jordi, como diciendo “¡habéis estado genial! ¡Buenos chicos!”, se fue para casa a darse una ducha con agua caliente y meterse en la cama.
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